viernes, diciembre 05, 2008

Adiós, gracias por todo

viernes, diciembre 05, 2008

Cuento de Marcelo Fox, en Terapia de Crisis, Alfredo Moffatt.


Me corté los labios al afeitarme. La sangre salía. Era dulce. Me gustaba. Después traté que la pequeña herida se cerrara. No lo conseguía. Dormí con un esparadrapo sobre la bo­ca. A la madrugada desperté. La almohada estaba manchada de rojo. Las sábanas. El piso. Miré un espejo. Por la mejilla izquierda se extendían gránulos escarlatas. Un día u otro habría tenido que suceder. Me lo habían avisado. Una cuestión genética hereditaria, dijeron. Fui al médico.

‑Por el momento la única forma de salvación es que le amputemos la cabeza.
‑Pero doctor...
‑No se preocupe. La ciencia avanza. El cerebro, los ojos y demás centros vitales le serán transplantados a la cavidad abdominal.

Ahora salgo, aunque nada más que de noche, cuando las gentes tienen menos oportunidad de distinguir que sobre mis hombros hay solamente un mazacote de yeso reproduciendo rasgos humanos. Desprendiéndome la camisa puedo ver. Me alimento por el ombligo. Logro articular sonidos mediante un aparato injertado un poco más arriba. Con algo por el estilo, oigo. Adaptarse. Resignarse. Una psicóloga me ayuda a ello.

La cosa volvió a comenzar por un pie y una mano del mismo lado. Del mismo lado izquierdo. Seguir amputando. No veo, no hay otra salida...

‑Pero doctor…
‑Cálmese hombre, cálmese, considero que el problema técnico de amputar cuatro extremidades es mucho más simple que el de separar una cabeza del tronco y trasladar los órganos de los sentidos a...
‑Comprendo, quiero comprender. Está bien... Lo que no entiendo es por qué las cuatro extremidades deben de ser...
‑Bueno... Es que total tarde o temprano... En fin…Usted sabe como son las cosas... Perdóneme pero hay otros pacientes que... Venga, salga por la puerta trasera.

Casi inmóvil. En un rincón. La psicóloga me habla de los fines de la humanidad, de las consecuencias siempre funestas del pesimismo. Me lee también a Parménides. Y me lo inter­preta. Si el ser está inmóvil y el movimiento es mera apariencia, para qué preocuparme de mi inmovilidad. Los había oído nombrar a Freud, Marx, Hegel, San Lactancia, Nietzche, antes de decidirme por Parménides como más conveniente para mi caso. Lo único que lamento es no poder masturbarme. A veces trato de refregar el miembro contra las paredes. Sólo consigo laceraciones. Me pedí que me castraran. Lo hicieron.

‑Discúlpeme que les cause tantas molestias, es que...
‑No. No se preocupe. Nosotros estamos aquí para ayudarlo.

He acabado siendo un cerebro que flota en un líquido de no se qué color. Sólo quedan conectados con el exterior mis centros auditivos. Oigo una voz que repite los evange­lios. Hablan de la fatuidad del mundo y la carne y de reinos infinitos. Trato. Debo de estar contento. Se ocupan de mí hasta el fin. En el lóbulo occipital ya empiezo a sentir los síntomas conocidos. Adiós. Gracias por todo.

2 comentario/s:

Anónimo dijo...

Tiempo sin leer nada de Marcelito Fox; qué buen cuento.

Personaje singular, Marcelo. En él, reencarnó de alguna manera el espíritu de Baudelaire y Ducasse. Todo un poeta.

Anónimo dijo...

Qué tremendo el relato. ¿Será que llegaremos a eso algún día? Creo que no me asombraría demasiado...

 
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